¿Qué edad tenía? Déjame pensar... unos diecinueve o veinte años. Antes de eso terminaba metido con alguna bajo las barcas vueltas del revés que dejaban los pescadores en la playa de las Canteras, un zaguán o un descansillo de escalera donde estaban prohibidos los gemidos y todo se hacía en silencio y a cámara lenta para no hacer ruido y nos sorprendiera un vecino. Ser joven y estar sin un duro es lo que tiene. No creas que no lo echo de menos. Echo de menos hasta la torpeza que tenía para desabrochar esos condenados artilugios llamados sujetador. Pero a todo se aprende y la práctica aguza la maña, que ya se sabe, vale más maña que fuerza, y juro por mi madre que la fuerza no sirve contra esos corchetes del diablo. La primera vez fue por casualidad, y necesidad, claro. Ella era una peliroja de treinta y pico años, yo un pipiolo asombrado de que aquella mujer hecha y derecha quisiera jugar a los médicos conmigo. No era cuestión de meterla debajo de una barca.
Todo momento tiene su música
Recuerdo que había un señor mayor que siempre retenía los carné de identidad hasta que abandonábamos la habitación. Rellenaba las fichas con letra pulcra y mirada censuradora. Escribía algo y levantaba la vista del cartón escrutándonos con una ceja arqueada. Esa primera vez pensé que se debía a la diferencia de edad, pero después, tras volver unas cuantas veces con otras amigas, me di cuenta de que siempre hacía lo mismo. Eran otros tiempos. Hoy día hay un chico joven que, cuando me ve aparecer escaleras arriba, sonríe y me trata de usted... ¡De usted! Qué se le va a hacer.
Después de aquella primera vez seguí volviendo por allí, hasta hoy. Me gustan las sábanas limpias, el agua caliente del baño y el precio de la habitación. Habitación que durante dos o tres años cambiaba de piso, dimensiones y distribución. Hasta que pasé por todas. A partir de ese momento pedía las que más me gustaban. Llegaba, ponía el carné sobre el dinero y preguntaba, ¿Está libre la ciento veintitrés? Ah, ¿No?, pues la trescientos diecisiete... El señor mayor se llamaba Pepito, y contestaba siempre con un escueto "Sí", "No", "De acuerdo". Yo lo saludaba al llegar y al salir, Buenos días, Buenas tardes, Buenas noches, y él fingía no conocerme. No era hombre de familiaridades. Llegué a pensar que le molestaba mis saludos, hasta que un día, tras la liturgia del carné, me paró a medio camino del ascensor con un Oiga, un momento Don Santiago, que me dejó helado. Yo me retiro, Don Santiago. Se lo digo para que no se extrañe la próxima vez que venga. Que yo sé como son estas cosas, que si ¿Y el señor aquel dónde anda?, que si esto, que si lo otro. Prefiero que lo sepa usted directamente por mí. Pues se le va a echar de menos Pepito, hombre, no por la conversación - primera y última vez que le vi sonreír-, pero era una tranquilidad saber que uno llegaba y estaba usted aquí. Le deseo lo mejor, Pepito. Le dije ofreciéndole mi mano con sinceridad, que aceptó no sin cierto reparo.
Tiempo después, estando en la conserjería una señora mayor de cuyo nombre no quiero acordarme, por seca como un güijarro, vi un papel pegado en el cristal, una esquela recortada del periódico en la que podía leerse que Don José Luis Pérez había fallecido. Tonterías de la dueña de la pensión lo llamó la vieja seca aquella. Y sí, sé que es una tontería, pero a mí su muerte me apenó. Sin comérselo ni bebérselo aquel hombre había sido testigo de mis idas y venidas, de la fogosidad y premura de mi juventud, de mis distintas acompañantes, había sido el guardián de mi guarida, discreto, cuidador de mis secretos, de un pedazo de mi vida que discurría entre sábanas, gemidos, caricias, labios que chupan, succionan y prueban, había sido testigo mudo de mi intimidad.
Al cabo de unos meses, en el pasillo del segundo piso - yo entraba, ella ya iba de recogida-, me crucé con aquella primera treintañera, ya cuarentona, acompañada de un veinteañero con cara de haber estado en la gloria... unas cuantas veces. La miré con una sonrisa pensando que no me reconocería, pero me reconoció.
- Hola.- dijo con cara de sorpresa.
- Hola. No pensé que te vería por aquí después de tanto tiempo.-
- Tú me enseñaste el sitio y he seguido viniendo.-
- Entonces lo raro es que no nos hayamos encontrado antes, suelo venir a menudo.-
- Pues a ver si me llamas y venimos juntos alguna vez.- "Sí, claro", pensé. - Coge mi móvil.- "Coño". Me lo dio con una sonrisa pícara observando la cara de fastidio de mi acompañante y se despidió dándome un beso en los labios, un piquillo de esos que dejan algo prometedor flotando en el aire. - A propósito, te enteraste de que Pepito murió.- dijo ya entrando en el ascensor. Sólo tuve tiempo de asentir.
Es extraña la vida. Estoy seguro de que a Pepito jamás se le pasó por la cabeza que unos perfectos desconocidos nos acordáramos de él, más allá de pensar que había sido un mero accidente. Pero lo hacíamos, como si hubiera sido algo importante en nuestras vidas. Aquella pensión de Luis Morote siempre será la pensión de Pepito. Es posible que le cambien el nombre, e incluso que la cierren, cosa que dudo dado el trajín de gente que se ve entrando y saliendo sea el día de la semana que sea que vayas por allí, pero jamás dejará de ser la pensión de Pepito.
Ah, ¿Que si la llamé? Claro que la llamé. Quedamos un miércoles a la una en la puerta de la pensión. Apareció quince minutos tarde y cargando bolsas de supermercado.
- ¿Has almorzado?-
- No.-
Ya en la habitación se desnudó con desparpajo mientras hablaba de algo que no recuerdo, dejándose sólo unos diminutos tangas. Seguía estando espléndida, la edad la había tratado muy bien limitándose a redondearle un poco los pechos. Y yo, como un imbécil, la miraba sin moverme.
- ¿Te vas a quedar así? ¿Tienes frío?- preguntó sonriendo de nuevo mientras comenzaba a sacar cosas de las bolsas con las piernas cruzadas sobre el colchón. Un par de botellas de vino, queso, jamón serrano, pan, aceitunas y una botella de agua. Me quité la ropa despacio mientras ella me miraba sin ningún pudor y sin perder la sonrisa, descorchando una botella de vino con la maestría de un sumiller. Sirvió dos copas en esos vasos de cristal sospechosamente parecidos a los de Nocilla que ponen en los baños de las pensiones. Me eché en la cama apoyándome en el codo.
- ¿Tienes hambre?-
- Ahora mismo... no mucha.- respondí con el vaso a medio camino de los labios.
- Mejor.- dijo abalanzándose sobre mí.
Los vasos de vino se desparramaron sobre las sábanas. Bueno, daba igual, no conozco un lugar mejor donde derramar el vino que sobre las sábanas de una habitación en la pensión de Don Pepito.
8X
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